Hace 74 años, Buenos Aires fue la sede de los primeros Juegos Deportivos Panamericanos, con la sede de nuestro deporte en el estadio de River Plate, y los atletas argentinos tuvieron un verdadero suceso, sólo precedidos por la potencia continental, Estados Unidos, en el medallero.
Cuatro años más tarde –y en estos días se cumplen siete décadas, entre el 13 y 19 de marzo- los segundos Juegos se disputaron en la Ciudad de México, con las dificultades que representaría la altitud para las medias distancias y especialmente para las largas.
No obstante, el equipo argentino, ya más reducido, volvió a lucirse con sus cuatro medallas de oro, tres de plata y dos de bronce. Y otra vez en el segundo lugar del medallero.
Estados Unidos, a diferencia de lo sucedido en las últimas décadas, presentaba un plantel repleto de figuras mundiales y tornaba inaccesible el acceso al podio en la mayoría de las especialidades.
Osvaldo Suárez en su estelar aparición internacional, el cordobés Juan Doroteo Miranda en un triunfo consagratorio sobre 1.500 metros e Ingeborg Pfüller llevaron al atletismo argentino a los primeros puestos, en una producción colectiva ya irrepetible hasta nuestros días.
Suárez –quien cumplió 21 años en el transcurso de aquellos Juegos, había nacido el 17 de marzo de 1934- ya se venía perfilando como la notable figura de nuestro atletismo y México ’55 marcó su despegue, el comienzo de una cosecha de cuatro títulos y dos doradas en los Panamericanos que tuvo cuatro participaciones consecutivas entre aquel año y Winnipeg -67. Una de sus anécdotas más conocidas es que en vísperas del viaje, la delegación fue recibida por el entonces presidente Juan Domingo Perón y este –por su experiencia como oficial en alta montaña- les aconsejó sobre la preparación en la altitud.
El 13 de marzo Suárez ganó los 10.000 metros con 32:42.6, superando al mexicano Vicente Sánchez (33:00.4) con medalla de bronce para el chileno Jaime Correa. El gran Osvaldo se tenía una inmensa fe en esa prueba ya que el mes anterior, en un intento en solitario en la pista de GEBA, marcó 30:30.0, apoderándose del récord sudamericano que Raúl Ibarra mantenía desde quince años antes. “Ibarra fue mi gran ídolo. Cuando yo comencé a correr, todo lo de él me parecía inalcanzable. Por eso, el récord que más me impactó fue cuando logré ese de diez mil metros”, dijo Suárez.
Los 5.000 metros, el 17 de marzo, representaban un desafío mayor ya que allí Suárez enfrentaba al estadounidense Horace Ashenfelter, prácticamente un héroe nacional en su país desde que derrotara al soviético Vladimir Kazantsev en una apasionante carrera de 3.000 metros con obstáculos en los Juegos Olímpicos del 52. Ashenfelter, egresado de la prestigiosa Universidad de Pennsylvania y empleado como agente del FBI, no solo venció allí a Kazantsev –siendo así y hasta hoy el único estadounidense que ganó un “steeple” en los Juegos- sino que se apoderó del récord mundial. “Nunca sentí que estuviera haciendo un buen favor a Estados Unidos venciendo a un ruso. Yo simplemente era uno más de los muchos competidores», dijo Ashenfelter (hay que tener en cuenta que el mundo estaba en vilo, en plena época de la Guerra Fría, para comprender lo que significaba cada duelo, aún deportivo, entre estadounidenses y soviéticos). El FIB le envió un famoso telegrama: “Todos sus compañeros en la FBI estamos orgullosos de su brillante victoria y felices por usted y por su récord”.
La prueba de 5.000 metros en los Panamericanos se corrió ante 35 mil espectadores en la capital mexicana. El local Francisco Hernández, corriendo descalzo, tomó la delantera en las primeras vueltas. Pero desde el segundo kilómetro, el ritmo lo marcó ó el estadounidense Gordon MacKenzie, con Suárez, Ashenfelter y el chileno Correa en la línea siguiente. Ashenfelter intentó liquidar la cuestión al ingresar a la última vuelta, pero Suárez mantuvo contacto y lo desbordó en la recta final. Su tiempo fue de 15:30.6, AShenfelter terminó en 15:31.4 y nuevamente el chileno Correa se quedó con una medalla de bronce.
En la misma pista, el pleno argentino para las medias y largas distancias se completó con un sensacional triunfo de Juan Doroteo Miranda en los 1.500 metros llanos, doblegando a otro astro mundial de la categoría de Wes Santee.
Miranda venía de San Basilio, una pequeña localidad cordobesa vecina a Río Cuarto, donde finalmente se afincó. Su entrenador era Héctor San Millán y, tratando de seguir la tradición de los magníficos fondistas argentinos desde Zabala y Ribas en la década del 20 hasta aquellos comienzos de los 50, Miranda probó en largas distancias. Fue campeón nacional de los 5.000 en 1953, en Rosario, superando al campeón panamericano Ricardo Bralo, y había debutado internacionalmente en esa distancia el año anterior –en el Sudamericano de Buenos Aires- logrando la medalla de bronce con 15:09.0, precedido por el chileno Inostroza y el subcampeón olímpico de maratón, nuestro Reinaldo Gorno. Miranda, además, fue uno de los primeros argentinos que se aventuró en la Travesía de San Silvestre –la misma en la que Suárez se cubriría de gloria a fines de la década- y después de quedar 19° en 1951 y 10° en 1952, logró el sexto puesto en una de las más recordadas carreras por las avenidas paulistas, cuando se cerraba la temporada de 1953: fue la prueba ganada por Emil Zatopek, la “Locomotora Humana”, todo un acontecimiento para el atletismo de la región.
Pero con vistas a las temporadas siguientes, Miranda se concentró en mediofondo. Logró el título nacional en 1954 y su primer gran impacto fue el récord sudamericano de 3:53.8 que logró el 21 de enero de 1955, en los evaluativos hacia los Juegos de México.
Pero David Wesley Santee era el indiscutido favorito. Era una época dorada del mediofondo a primer nivel mundial, repleta de figuras: el 6 de mayo de 1954 en la pista de la Universidad de Oxford, Roger Bannister había establecido un hito histórico (primer hombre debajo de los 4 minutos en la milla), el australiano John Landy tallaba al mismo nivel. Y Santee, casi en simultáneo, había fijado el récord de los 1.500 metros en 3:42.8.
Oriundo de Ashland, Kansas, su apodo era típico para el atletismo de su tiempo: “El Antílope de Ashland” (en esa misma ciudad, mencionemos de paso, entrenan y estudian hoy varios atletas argentinos). Santee se destacó en las competencias universitarias, ganando el título de cross country de la NCAA, y luego numerosos títulos indoor y outdoor. En cambio, no tuvo mayor suceso en su participación olímpica –se quedó en la serie de los 5.000 metros de Helsinki 52- y luego, en controversias con la federación nacional por supuesto “pago de gastos”, quedó al margen de varios torneos oficiales. Pero en 1955 se encontraba en la plenitud.
Miranda, quien había ocupado el 5° puesto en los 800 metros, se dio el gusto de ganar aquellos en 3:53.2, batiendo nuevamente el tope sudamericano y superando por una casi imperceptible luz a Santee, quedando tercero otro estadounidense, Fred Dywer, con 3:55.81.
A fines de ese mismo año, Miranda hizo doblete en los Nacionales (1.500 / 3.000) pero luego el dominio de la prueba en nuestro país quedó en poder de Eduardo Balducci. Miranda fue un maestro de varias generaciones de atletas en la agrupación Banda Norte, en Río Cuarto, y hoy una calle en la ciudad lleva merecidamente su nombre.
El programa femenino de los Panamericanos de México era bastante limitado –no se compitió en pruebas clásicas como el salto en largo y lanzamiento de bala, pero todavía se incluían los 60 metros llanos- y el equipo argentino contaba con sus baluartes en el lanzamiento del disco, donde Ingeborg Mello había hecho historia: Ingeborg Pfüller e Isabel Avellán. Esta se había apoderado del tope sudamericano con 46.05 en los evaluativos para los Juegos (Pfüller tenía la marca anterior con 44.69). Y en México el triunfo fue para Pfüller con 43.19, quedando la medalla de plata para Avellán con 40.06. En la temporada siguiente, Avellán alcanzaría una de las máximas distinciones de una argentina en los Juegos Olímpicos (fue 6ª. en Melbourne) y poco más pudo ofrecerle a nuestro atletismo: se volvió de Australia con un novio, se casó, se marchó definitivamente. Pfüller, por su lado, fue una de las víctimas de la represión luego del golpe del 55, suspendida y perseguida (como le sucedió al propio Osvaldo, entre otras figuras). Recién a su rehabilitación, Pfüller estuvo nuevamente en los primeros planos, iba a recuperar su récord sudamericano y en otros Panamericanos –Sao Paulo 1963- la tuvimos nuevamente en el podio.
Ricardo Matías Heber –quien junto a Braian Toledo han sido los más grandes lanzadores de jabalina en el historial argentino, con una presencia en competiciones que se prolongó durante tres décadas- había logrado un celebrado triunfo en la edición inaugural de los Juegos. Claro que para México 55 el desafío era más duro: Estados Unidos llevaba al recordman mundial Franklin “Bud” Held, el primer hombre que arrojó el implemento de 800 gramos –con el antiguo centro de gravedad, modificado en 1986- a más de 80 metros. Aunque en los Juegos de Helsinki, Held sólo había quedado en el 9° puesto, el 8 de agosto del año siguiente en Pasadena, California, concretó aquel hito y se convirtió en el primer atleta en casi tres décadas que les arrebataba el récord del mundo a los imbatibles lanzadores de Finlandia.
Held fue un innovador en la disciplina ya que utiizaba los modelos “aerodinámicos” que llevaban su nombre y que había diseñado su hermano Dick). Volvió a batir el récord en Pasadena con 81.29 el 21 de agosto de 1954 –aunque no se homologó- y finalmente lo estableció con 81.75 el 21 de mayo de 1955 en Modesto, también California.
En los Juegos Panamericanos de México, Held se llevó la medalla de oro con 69.77, pero Heber volvió a lucirse en el segundo puesto (66.15).
Otra medalla de plata para la Argentina le correspondió a la posta femenina de 4×100 que formaron Lilian Heinz, Lilian Buglia, Bladys Erbetta y María Luisa Castelli. Marcaron 47.2 y quedaron a dos décimas de las campeonas de EE.UU. Castelli, además, logró la medalla de bronce de los 100 metros individuales, ganados por la estadounidense Barbara Jones.
También llegó al podio el lanzador santafesino Elvio Porta con sus 51.45 metros en martillo, donde lideraron los estadounidenses Robert Backus (54.91) y Martin Engel (53.36).
El equipo argentino incluyó, además, un buen plantel de velocistas donde todavía –ya con una década en la competencia internacional- el finalista olímpico Gerardo “Laucha” Bönnhoff mantenía su vigencia (ahora fue semifinalista en los 200 metros). El dueño del sprint en los Juegos fue el estadounidense Rod Richard con su triplete dorado: 100, 200 y relevos 4×100. Aquí la formación argentina de Enrique Beckles, Raúl Zabala, Bönnhoff y Eduardo Basallo, alcanzó el cuarto puesto.
Como citábamos, varias figuras mundiales se dieron cita en aquellos Juegos. Entre ellos estaban otros estadounidenses que también quedaron en la historia de sus especialidades por sus innovaciones técnicas y sus hazañas en las pistas, como el lanzador de bala Parry O’Brien, el discóbolo Fortune Gordien, el garrochista Bob Richards y el decathleta Rafer Johnson.
Pero el hito de México 55 fue el récord mundial del salto triple que el brasileño Adhemar Ferreira da Silva –uno de los más grandes atletas de la historia sudamericana- consiguió con 16.56 metros, recuperando así un tope que le había arrebatado el soviético Leonid Scherbakov (16.23 en 1953). Campeón olímpico en Helsinki 52, volvería a serlo en Melbourne 56. Su paso por México también lo vio secundado en el podio, como en aquella tarde de Finlandia, por otro de los grandes de la especialidad, el venezolano Asnoldo Devonish.
Y en el maratón panamericano en México, aquel humilde, sencillo y heroico corredor de Guatemala llamado Juan Doroteo Flores terminó de construir su leyenda. Ya había ganado el maratón de Boston ese año, un resultado épico para el atletismo de su país.